Eduardo Manet es un «hombre fundacional» en la cultura cubana. Presenció y protagonizó momentos importantes de la vida artística y política de su país —aunque no reside en él desde 1968— de los que, ahora, muy pocos (o casi nadie) pueden hablar en primera persona. Aquí relata —como ha hecho en sus novelas y obras de teatro— momentos de una biografía riquísima, en pequeñas y sustanciosas crónicas que alternan la anécdota con la evocación familiar, el comentario con la revisión histórica. Este libro, que es una forma de vitalidad y permanencia, devuelve su literatura a su idioma natal, luego de décadas escribiendo en francés. Tiene el lector aquí si no unas memorias, sí un esbozo bastante amplio trazado por un creador que en París no ha dejado de ser cubano y añorar su Isla natal (como el poeta José María Heredia, que vio crecer la palma real en el torrente del Niágara). Como si se sentara en el malecón habanero, que le devuelve parte de su infancia, sabe que estas páginas, acaso un carta abierta al mundo, le confirman al mirar atrás, nueve décadas y media de que un terremoto sacudió Santiago de Cuba y él vio la luz, que todo lo realizado y vivido en este tiempo «no está nada mal».