El eco resonó en el santuario vacío. No era la vozde un feligrés, ni el murmullo de una oración. Era mipropia voz, mi propio pensamiento, gritando en elsilencio. Me había quedado solo, sentado en laprimera fila, frente a un mar de sillas vacías. Habíasido un día difícil. Otra familia se había ido. No una,sino varias en el último mes. Se habían marchado sindespedirse, sin explicar, dejándome con un doloragudo y una pregunta que, por primera vez, retumbóen mi propia alma: 'Quiero irme de la iglesia?'